2.8.17

Tres de El Cultural

Edición y prólogo de Clara Janés
Siruela, Madrid, 2016. 250 páginas. 

En plena vorágine vindicativa de la poesía femenina, resulta muy oportuno el rescate de esta antología de las primeras poetisas de nuestra lengua que editó hace treinta años Clara Janés, poeta imprescindible del panorama, estudiosa de la literatura escrita por mujeres (léase Guardar la casa y cerrar la boca) y una de las siete académicas de la RAE; un libro que ahora regresa con más poemas, un nuevo prefacio y mejor aspecto. Y ya que lo digo, la editorial podría haber elegido para la cubierta uno de los retratos de esas poetisas (motivo de una exposición comisariada por la propia Janés para la Biblioteca Nacional) en lugar de un bonito motivo francés.
“En nuestra tierra, la mujer escribía desde el momento en que se pasó del empleo del latín al romance”, afirma la editora. Partamos de ahí. Con todo, no fue fácil. María de Zayas se dirige a los hombres que les dan “por espadas ruecas y por libros almohadillas”, que “nos negáis armas y letras”. Más allá de momentos puntuales (el Japón de Shikibu, la Grecia de Safo, la Provenza del siglo X o el Al-Andalus de las poetisas árabes), todos anteriores a éste (que va del XV al XVII), la creación femenina ha seguido un camino complicado. “¡Somos mujeres! Pregunto: / ¿cómo seremos oídas?”, exclama sor María de San José, principal discípula de santa Teresa.
Cuarenta y tres son las poetisas que componen esta obra. De Florencia Pinar hasta Sor Juana Inés de la Cruz. Algunas son muy conocidas, como la que acabamos de mencionar, santa Teresa de Jesús, María de Zayas, sor Ana de Jesús (destinataria del Cántico espiritual) y Antonia de Nevares, hermana del último amor de Lope de Vega, padre de sor Marcela de San Félix, autora de “El jardín del convento”. La mayoría o son nobles o monjas, o ambas cosas a la vez. Y además del “Fénix de México”, hay en la muestra una lisboeta: Violante Do Ceo, una peruana: Amarilis, y una napolitana: Luisa Manrique. No pocas viajaron o residieron en el extranjero.
La edición prescinde de notas y está concebida para que el lector disfrute de lo que importa. Al final, eso sí, aparecen unas breves notas biográficas de las poetisas, donde comprobamos que algunas, como Cristobalina Fernández (autora de “Soneto a la batalla de Lepanto”), tuvieron vidas de novela.
No hace falta decir que estos versos participan de las mismas características que definen la muy estudiada lírica de los siglos áureos. Por lo dicho con anterioridad, Dios y la vida religiosa está en el centro de sus preocupaciones, sin obviar la veta mística y sufriente. Alienta en casi todas el deseo de morir para vivir de verás. El amor es otro asunto capital, ya sea humano o divino. Abundan también los poemas dedicados a reyes y santos.
La variedad formal es notable. Encontramos sonetos, octavas, romances, villancicos, letrillas, madrigales, sátiras, liras, décimas…
Más allá de las obras indiscutibles (la de la santa de Ávila, la novelística de María de Zayas o la magistral de sor Juana Inés de la Cruz, de la que se incluye completo Primero sueño), destacaría la “Epístola a Belardo”, de Amarilis; el soneto “Al marqués de San Felice”, de Euterpe o el primero de Leonor de la Cueva; los poemas de las extremeñas Luisa de Carvajal y Catalina Clara Ramírez de Guzmán; y el “Himno en desprecio del mundo”, de sor Hipólita de Jesús.
En un apéndice se da la canción que Cervantes dedicó a los éxtasis de la, entonces, beata Teresa y parte de los poemas de Lope a “Amarilis Indiana”. Como dije, un acierto.

Juan Cobos Wilkins
Fundación J. M. Lara/Vandalia. Sevilla, 2016. 104 páginas. 

Cobos Wilkins (Minas de Riotinto, 1957) antologó el grueso de su poesía en La imaginación pervertida y, tras una década, publicó Biografía impura y Para qué la poesía.
Aunque cree que ésta es incapaz de ofrecer respuesta a los problemas que acucian al ser humano, sólo ella puede de procurar ese refugio que le libre de la intemperie. Cae, “entre la pasión y la armonía”, y parece que nada ni nadie le sostiene. Sólo versos ante ese derrumbe.
En tono elegíaco, traspasado de ironía, el poeta canta (lo hímnico, paradójicamente, prevalece) su propia decadencia. “Sólo queda memoria del amor”, escribe. “Ni la pasión, la fe o la belleza, / tan fieles otro tiempo, persisten”.
Su manera de decir no desdeña cierto preciosismo barroco que ensalzan palabras e imágenes llamativas en un constante juego metafórico al que se suman comparaciones sorprendentes.
El poeta se dirige a un tú de estirpe cernudiana con él que establece una suerte de diálogo que flota en la melancolía. Allí, la soledad, “la vida ya en despiece” por culpa de las ausencias y las pérdidas. “Reconoces que vivir es deshabitarse”, leemos, “y recuerda / que todo cuanto ames lo amarás siempre solo”.
Alude a un “simulacro de existencia” donde “nunca se termina de morir”. 
La infancia como territorio feliz fija el anclaje al que sujetar esta deriva infligida por la edad y el paso del tiempo.
“¿Dónde estaba la vida?”, se pregunta el viajero, “sin equipaje siempre / y solitario”, que dice, como Graves, “adiós” a todo esto.

Alfonso Armada
Bartyleby Editores, Madrid, 2017. 80 páginas. 

Armada (Vigo, 1958), periodista, es autor de libros como Fracaso de Tánger y Los temporales.
De Cuaderno ruso dice que se trata de “un libro contra los sueños que acaban en pesadilla”. Que son “lecturas amargas de un aprendizaje de la realidad”. Confiesa que su interés por la URSS (habla de un “pasado remoto”) “fue siempre más literario que político”. Estamos ante un viaje (por el espacio y por el tiempo) y una historia de amor. Con “incrustaciones portuguesas”, cabe añadir.
“La amé por las esquinas / en los escondrijos cordiales”, escribe. Y, a pesar de que “Yo también soñé mi sueño ruso”, aquello acabó mal.
Al fondo, el asunto de la identidad: “No me siento orgulloso de mí mismo”. O: “¿Esto es lo que somos? / ¿Qué es entonces lo que fuimos?”. Y el narcisismo. Más allá, el remordimiento de alguien que desconoce la inocencia: “Al menos sé que mi culpa es muy corriente / entre la tropa común de los mortales”. Y la ideología: “No fui un buen homo soviéticus, / amé mi alma por encima de todas las cosas”.
A los paisajes del frío (Moscú, Voronezh, Leningrado…) y sus poetas (Pushkin, Ajmátova y sobre todo Brodsky, dedicatario del libro), se contraponen, ya se dijo, los atlánticos: Lisboa, Évora, Coimbra… “Ojalá fuera portugués”, leemos. Como Torga, al que evoca.
Escrito entre 1991 y 1996, hay algo de ajuste de cuentas en este libro nómada y áspero (“El infierno es uno mismo”) que cifra en mirar “nuestra miserable condición”.

Nota: Las reseñas de la antología de Clara Janés y de los libros de Juan Cobos Wilkins y Alfonso Armada se publicaron en El Cultural el pasado viernes, 28 de julio.